La Eva Africana
Los avances de la genética han permitido que la idea de ‘todos somos iguales’ abandone el reino de la filosofía para convertirse en certeza científica
Los hallazgos relacionados con la genealogía humana han seguido dos caminos que en los útimos tiempos se han convergido en una imagen que, por primera vez, es lo bastante nítida para formar retrato razonablemente fiable del devenir de nuestra especie: el de la paleoantropología y el de la genética.
A fines del siglo XIX, la irrupción de la Teoría de la Evolución le dio sentido aparente por primera vez a los descubrimientos de fósiles de seres ancestrales parecidos a los hombres, estableciendo la idea de que había un ancestro evolutivo que nos conectaba con antropoides como el gorila y el chimpancé. Con esta base teórica, se incrementaron las excavaciones y evolucionaron los métodos para identificar los restos, el estudio de las estructuras óseas y los métodos de datación de los restos que se iban encontrando.
La primera idea, un tanto ingenua vista ahora, desde nuestra perspectiva, era que todos los fósiles humanoides encontrados debían ser parte de una sola cadena evolutiva que iría desde un antropoide similar al chimpancé o al gorila hasta un ser humano moderno. De allí que parte del esfuerzo de la naciente paleoantropología fuera el hallazgo del mítico eslabón perdido, es decir, el ser «mitad hombre y mitad mono» que marcara limpiamente la frontera entre el pasado animal y el presente humano.
El tiempo, sin embargo, se encargó de demostrar que no todos los fósiles encontrados eran parte de esa sucesión precisa y directa. El árbol genealógico del ser humano se encontraba lleno de ramas que se separaron, sobrevivieron y desaparecieron, como todos los fósiles que pertenecen a los genus Paranthropus, como el Paranthropus boisei (antes llamado Zinjanthropus y, hasta hace poco Australopithecus boisei), que siendo parientes de nuestra estirpe no son nuestros ancestros, sino primos lejanos. Más alarmante para algunos fue que algunos miembros de este árbol, que parecía hacerse más complejo a cada descubrimiento, hubieran sido otra especia humana, con lenguaje, con artesanía, con ritos funerarios, pero también emparentada con nosotros de manera más bien lejana, como es el caso del hombre de Neandertal y sus antecesores, como el Homo antecessor descubierto en Atapuerca por Carbonell, Arsuaga y Bermúdez de Castro.
Iguales y distintos
Pero la complejidad pronto dio paso a una imagen más clara que nos permitió identificar nuestro linaje entre el entramado de especies y subespecies descubiertas hasta la fecha, aún sabiendo que seguramente queda muchísimo por descubrir de la aventura de esos monos que dejaron África para ocupar el planeta. Y se ha podido establecer que nuestra especie, Homo sapiens sapiens apareció en África hace entre 100.000 y 200.000 años.
En menos tiempo, pero de forma más acelerada, el estudio de la genética añadió el descubrimiento, en 1999, de que el ADN de las mitocondrias (los organelos encargados de convertir los alimentos en energía) de nuestras células procede únicamente de la madre, ya que el ADN mitocondrial procedente del padre es destruido en el embrión. Así, a diferencia del ADN del núcleo, que procede en un 50% del padre y en un 50% de la madre, el mitocondrial es el mismo que el de la madre, y sólo cambia por mutaciones al paso del tiempo.
La tasa de mutaciones, que se puede calcular en general, y la deriva genética, la variación natural de los alelos neutrales que ocurre en las poblaciones, permitieron a los genetistas calcular que el origen de todo el ADN mitocondrial de los seres humanos actuales se encuentra en el de una sola hembra humana que vivió hace unos 150.000 años en África, en lo que hoy es Etiopía o Tanzania.
Los científicos, en un rapto poético, llamaron a esta hembra la Eva africana o, más exactamente, la Eva mitocondrial, lo cual no significa que fuera la única hembra viviente en ese momento, sino que ella fue la única que ha tenido una línea continua de hijas, mientras que todas las demás hembras vivientes en ese momento sólo tuvieron hijos, o no tuvieron descendencia, o sus descendientes hembras murieron sin reproducirse. No se trata del más reciente ancestro común (MRAC) de todos los seres humanos, sino de un ancestro aún más antiguo, ya que el MRAC masculino human, llamado, también sin implicaciones religiosas, el Adán cromosómico Y (dado que el cromosoma Y sólo se hereda del padre) se ubica hace entre 60.000 y 90.000 años.
Finalmente, la evidencia genética nos dice que esa especie originada hace un cuarto de millón de años en África salió de ese continente para ocupar el resto del planeta hace apenas entre 75.000 y 85.000 años, en una o, cuando mucho, dos migraciones, según la mayoría de los expertos. Como resultado de esta evolución, tremendamente reciente en términos geológicos, un asombroso descubrimiento ha sido que la variación genética entre todos los miembros de la especie humana es menor que la presente en otras especies.
Las implicaciones de estos descubrimientos científicos en el terreno filosófico no puede pasarse por alto. Cualquier ser humano se parece más, genéticamente, a un ser humano de aspecto externo distinto y situado al otro lado del planeta, de lo que se pueden parecer un lobo de la estepa rusa y un lobo de Europa occidental.
«Somos distintos, somos iguales» no es, entonces, un simple lema con connotaciones políticas o ideológicas, es una certeza científica. Tenemos un ancestro materno y un ancestro paterno comunes, surgimos juntos en África, y las diferencias superficiales que nos distinguen son, desde el punto de vista de nuestra constitución esencial, genética, fundamentalmente irrelevantes.