La velocidad del cambio
Durante la mayor parte de la historia humana no era de esperar que el mañana trajera algo nuevo a la vida cotidiana
Quizá uno de los momentos más trascendentes del pensamiento humano se encuentra en algún momento de la segunda parte del siglo VI antes de Cristo (a. C.), en Éfeso, durante la época de surgimiento de la filosofía griega. Fue entonces cuando Heráclito, un pensador de cuya vida sabemos poco, observó de manera sistemática por primera vez que el cambio es una constante del universo.
Heráclito no dijo que todo se transforma, como suele creerse, sino que el cambio es constante y que es esencial para algunas cosas. El agua del río cambia constantemente, decía Heráclito, pero el río es el mismo. De hecho, si el agua no cambiara continuamente, no habría río, sino un estanque o un lago.
La observación del cambio, el darse cuenta de cuán omnipresente es, resulta una hazaña del pensamiento precisamente porque en la sociedad de Heráclito, el cambio no era algo visible, ni siquiera esperable. Se hablaba de un pasado en el que algunas cosas eran ligeramente distintas, pero la idea misma de un futuro que alterara radicalmente el orden conocido por los griegos, no estaba presente. Los cambios que podían ocurrir eran pocos y se conocían bien: una sequía, una hambruna, un año de abundancia, una guerra de la que se podía salir derrotado o triunfador, alguna desgracia o logro personal, pero era de esperarse que los hijos, los nietos y los descendientes todos vivieran esencialmente de la misma manera que sus ancestros, cultivarían igual, harían la guerra con las mismas armas, cabalgarían, sufrirían las mismas enfermedades, tendrían esclavos o serían esclavos, y la marcha del mundo seguiría siendo relativamente predecible.
El hombre, por ejemplo, tuvo una velocidad máxima de unos 25 kilómetros por hora desde que apareció como especie hasta algún momento entre el 4500 y el 2500 a. C., cuando en las estepas eurasiáticas el caballo pasó de ser fuente de alimento a medio de transporte. Por supuesto, la gran mayoría de los seres humanos siguieron andando a pie, pues el invento no se generalizó en Europa, Asia y el Norte de África hasta el 1000 a. C. La velocidad máxima posible saltó a más de 70 km/h y se mantuvo así hasta principios del siglo XIX, cuando aparecieron locomotoras capaces de viajar a 90 km/h, mientras que para fines de siglo habían roto la barrera de los 150. Sin rieles, la velocidad máxima en tierra pasó de 63 km/h a fines del siglo XIX a 150, en 1904, a 200 en 1907, a más de 300 para 1929, a más de 500 en 1937, a 1.000 en 1970 y está hoy en 1.200 km/h, velocidad superior a la del sonido, conseguida en 1997.
Por supuesto, a estos autos superrápidos es necesario diseñarlos de modo que no despeguen, porque sus velocidades son las de un avión ‘caza’. Porque el cambio nos llevó al transporte aéreo a velocidades que también crecieron vertiginosamente, desde los modestos 10 km/h del primer vuelo de los hermanos Wright, en 1903, a los imponentes 39.500 km/h que alcanzaban los cohetes que impulsaron a las cápsulas ‘Apolo’ a la Luna a fines de los años 60 y principios de los 70.
Esta rapidez cada vez mayor para alcanzar velocidades asombrosamente más altas es un buen ejemplo de lo que ha sido la curva de aceleración del cambio.
Fenómeno social
El cambio, y su percepción como fenómeno social, es uno de los más notables productos de los avances científicos y tecnológicos, de la acumulación del conocimiento y de la divulgación de un método que nos permite conocer la realidad con mucha más precisión y fiabilidad que los anteriores.
El método científico tuvo su origen en la búsqueda de la verdad de los filósofos griegos, pero cristalizó con la explosión del conocimiento de las ciencias físicas en el siglo XVII y XVIII. Este inicio del cambio fue resultado de numerosos hechos entretejidos. A fines del siglo XVI, Roger Bacon hizo el primer experimento controlado de la historia. René Descartes propuso un método del conocimiento. La Real Sociedad de Londres para la Mejora del Cono- cimiento Natural determinó en 1650 que la evidencia experimental era la mejor forma de juzgar la verdad de una proposición. Robert Boyle estableció en 1665 que la repetibilidad de los experimentos era condición esencial para aceptar sus resultados y, a fines de ese siglo, Isaac Newton establece que las hipótesis deben poder predecir los acontecimientos a los que se refieren.
Por supuesto, el método científico ha cambiado, evolucionando y refinándose, pero ha sido ese método en su esencia el impulsor de todos los cambios a partir del siglo XVIII y de su acelerada aparición, y no sólo en lo científico. La ilustración y el enciclopedismo francés nacieron con la convicción de que el progreso, es decir, el cambio en sentido positivo, acumulativo y de perfeccionamiento, era posible. El conocimiento era la herramienta para luchar contra la superstición, las creencias irracionales y las tiranías, y así, el avance del conocimiento se convirtió en el motor de nuevas formas de organización política y social. Los filósofos de la ilustración demostraron que el solo hecho de saber que el cambio es posible puede hacernos buscarlo, provocarlo e intentar dirigirlo (generalmente esto último con bastante poca fortuna).
La velocidad del cambio en nuestros días es asunto de preocupación no sólo filosófica, sino social. El cambio, junto con sus promesas, trae incertidumbre y dudas. La incapacidad de ‘estar al día’ representa para muchas personas una inquietud permanente. Como animales, quizá no estamos preparados para un cambio a la velocidad que nos hemos impuesto. Pero no parece haber opción, y descontando a quienes prefieren sumirse en alguna superstición cómoda, quizá una secta, la única opción que nos queda es seguir en la cresta de la ola, tratando de mantenernos a flote y de sacar el mejor partido posible de un mundo que mañana, eso es seguro, será totalmente distinto al de hoy. No somos sólo las víctimas del cambio, después de todo. Lo hicimos nosotros.