Ciencia y salud

Por José Antonio Lozano Teruel

El origen de los púlsares

En el año 1974 se concedía el premio Nobel de Física a los astrónomos Sir Martin Ryle y Sir Anthony Hewish, con la particularidad de que era la primera ocasión en que ello servía para galardonar el fruto de observaciones astronómicas

En el año 1974 se concedía el premio Nobel de Física a los astrónomos Sir Martin Ryle y Sir Anthony Hewish, con la particularidad de que era la primera ocasión en que ello servía para galardonar el fruto de observaciones astronómicas. En el caso de Ryle, director del observatorio Mullard de Cambridge desde 1957, se reconocía su gran contribución en el descubrimiento del primer objeto cuasi-estelar, denominado quasar. En cuanto a Hewish, en el momento del premio ocupaba la cátedra de radioastronomía del laboratorio Cavendish de Cambridge, pero lo que se pretendía destacar con su premio Nobel eran los resultados del trabajo que bajo su responsabilidad se realizó ocho años antes en el observatorio radioastronómico Mullard y que dio lugar al descubrimiento de unas misteriosas señales regulares (pulsos) de radio, de origen controvertido, atribuyéndolas unos a una simple interferencia terrestre, mientras otros defendieron que procedían de una inteligencia extraterrestre, pasando por sus propios descubridores, que pensaron se debía a la emisión energética de algún tipo de estrella hasta entonces desconocida.
 
Aunque Ryle y Hewish fueron los justos destinatarios del Nobel, realmente las tareas que condujeron al descubrimiento del primer pulsar las inició en 1965 la joven Jocelyn Bell, tras incorporarse a la Universidad de Cambridge para realizar su doctorado con Hewish, quien en aquel momento estaba interesado en determinar las dimensiones de las fuentes de radio astronómicas de difícil localización, a cuyo fin pensaba que sería útil medir las variaciones de la intensidad de la radiación procedente de esas fuentes cuando atraviesan el mundo interplanetario. Ese fue precisamente el tema del doctorado de Jocelyn y para abordarlo, en menos de dos años, con el patrocinio del director del observatorio Ryle hubo de construir un sistema de 2 telescopios sobre raíles, que podían situarse hasta una distancia de 1.600 metros, proporcionando resultados comparables a los de un único telescopio que tuviese 1.600 metros de diámetro.
 
Pronto comenzaron las mediciones cuantitativas del brillo, que quedaban registradas mediante una plumilla sobre un rollo de papel del que diariamente se consumían 32 metros, por lo que en menos de seis meses Jocelyn ya había estudiado más de cinco kilómetros de papel repletos de observaciones. Aunque la mayoría de las trazas eran interpretables con relativa facilidad, observó con sorpresa la existencia de una especie de manchas, aparentemente debidas a interferencias, pero que parecían provenir del mismo lugar del espacio, lo que obligaba a su estudio detenido.
 
El 28 de noviembre de 1967 se percató de que las manchas estaban realmente formadas por muchos pulsos separados ordenadamente por un mismo mínimo intervalo de tiempo de una 337-ava parte de un segundo. Se trataba de una asombrosa regularidad, más aún cuando en las estrellas pulsantes previamente conocidas la duración de los pulsos era del orden de horas. Por ello, al principio se pensó en su origen humano, ya que, de tratarse de un objeto astronómico, semejante a los previamente conocidos, su tamaño sería inferior a los 500 kilómetros de radio cuando es bien sabido que las estrellas son centenares de veces superiores en tamaño. Otros pensaron en señales procedentes de civilizaciones extraterrestres y medio en broma, a este primer objeto celeste de tan singulares propiedades se le denominó LGM1 (pequeño hombrecillo verde 1: Low Green Man 1). A principios de 1968 se tenía constancia de los LGM2, LGM3 y LGM4, y a finales de ese año eran bautizados con el nombre más oficial de púlsares. Los astrónomos se lanzaron a su caza y captura existiendo en la actualidad más de 500 púlsares caracterizados.
 
La pregunta de qué son realmente los púlsares recibió una contestación, no exenta de incertidumbre, por parte de Thomas Gold, de la Universidad de Comell, quien señaló que procedían de la muerte de grandes estrellas que vivieron antes de que se originase nuestro Sol. Una gran estrella vieja, 4 o 5 veces más grande que el Sol, puede colapsarse rapidísimamente, en menos de un segundo, dando lugar a la explosión de una supernova, desprendiendo en ese tiempo una energía de gran magnitud, superior a la emitida por el Sol durante miles de millones de años. Esa asombrosa explosión energética hace que la mayor parte de la estrella se expanda en forma de gas a velocidades de miles de kilómetros por segundo, pero queda un residuo con tamaño tan sólo de unas pocas decenas de kilómetros de diámetro, constituido casi exclusivamente por los neutrones de los núcleos atómicos constituyentes de la estrella, que giran sobre su eje a gran velocidad. Este cuerpo denso contiene buena parte del campo magnético de la estrella original, que no pudo escapar debido a la gran velocidad de la explosión. El campo magnético confinado en el volumen de la nueva estrella residual produce un haz de radiación intensa, por lo que al girar rápidamente la estrella de neutrones se comporta de un modo similar a un haz de un faro, produciendo en los observadores la impresión de la sucesión de unos rápidos pulsos de radiación: un púlsar.
 
La fuerza gravitatoria de una estrella de neutrones o púlsar es tan elevada que puede arrebatar las capas externas de una estrella cercana, originando el fenómeno un calor tan intenso que ocasiona reacciones nucleares que hacen incrementar bastantes miles de veces el brillo de la vieja estrella: es lo que se denomina una nova. Este parece ser el caso del objeto celeste PSR 1957 + 20 descubierto no hace mucho en el radiotelescopio Arecibo de Puerto Rico. Posee 622 pulsaciones por segundo y está acompañado de una estrella invisible compañera que le provoca un eclipse cada 9 horas aproximadamente y cuyo destino será el de ser engullida por el púlsar en un tiempo calculado de unos mil millones de años.
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